Sharpe
Una de las situaciones más
ridículas de la vida –que mira que hay- es oír a un escritor explicar su obra.
Cuanto más profunda, épica, transformadora, pretenciosa y elevada sea, más
ridículo resulta, aunque los y las haya adorables, lo mismo que en el gremio de
fontaneros, notarios o enfermeras, solo que estos no escriben –públicamente-.
Prefiero a los que no saben explicarla o ni lo intentan, como también es mejor
hacerse el tonto y el bueno, el que se entera de lo que ocurre pero decide
hacer como que no y seguir el juego del absurdo. Como Tom Sharpe, un genio
literario de primer nivel: si en algo
valoro el dinero es porque me permite estar despistado todo el día. Las
personas que me hacen reír para mi son genios. Muy por encima de los que me
hacen pensar y sentir o al menos lo hacen con demasiada estrategia. Quizá solo
estén a su altura aquellas que me hacen hacer. Esas son insustituibles. Pero las
personas que nos hacen reír no tienen valor: valen demasiado. Sharpe era una de
ellas, por supuesto injustamente minusvalorado, etiquetado –“autor
humorístico”- en comparación con los elevados
que van de charla en charla y premio en premio y entrevista en entrevista y se
pegan el moco hablando de la nada o aquellos que tienen teorías para todo y se
convierten en iconos en cualquier campo. Es mucho más complejo hacer reír
escribiendo que hacer llorar. Eso lo sabe cualquiera que alguna vez lo haya
intentado, ambas cosas. Pero, a saber por qué razón, los que basan su estilo en
ese don que no se entrena ni aprende ni enseña -yo no entiendo el humor- no tienen la admiración oficial de aquellos que no tocan ese
campo, entre los cuales por supuesto hay muchos fantásticos. Tom Sharpe fue
encarcelado y luego deportado de Sudáfrica por pelear contra el apartheid. Un tío
serio.
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