Leyendas
Cuenta la leyenda que uno de los asistentes, circunspecto, extendió una de sus extremidades superiores, sobrepasó la vertical de la ventana, la mantuvo enhiesta en el aire durante un tiempo que al resto de los reunidos les resultó eterno, la guardó, se chupó el dedo y sentenció: nieva. A lo cual, ellos, atónitos, encendieron sus teléfonos celulares y avisaron a sus más cercanos: Mari, cierra las ventanas. A todo esto, en el otro extremo de la ciudad, en el otro extremo de la vida real y palpable, miles de ciudadanos asían sus volantes en un baile a cámara lenta, estresados, preocupados, al punto de que encendieron sus celulares y avisaron: Jefe, que llego tarde. Es cierto, nevaba, tal y como habían anunciado durante varios días todos los expertos, noticiarios y organismos, tal y como había predicho la nevada del día anterior y la mera sabiduría popular. A pesar de ello, los responsables de organizar todo aquello establecieron su reunión en la cumbre el mismo día del cataclismo, un día de tal calibre que obligó incluso a que los ciudadanos que pudieron obviaran coger el coche, un hito casi sin precedentes y, tristemente, sin continuidad futura. Esto es, fue un caos, solamente salvado gracias a que las temperaturas diurnas del miércoles 24 de enero de 2007 no descendieron lo suficiente como para convertir los copos en partes de un cubata. A las 7 y 15 de la tarde de ese miércoles, embutida en un fantástico atasco en la ronda norte, ella leía La autopista del sur, del incomparable Julio Cortázar: Todo ese día y los siguientes nevó casi de continuo, y cuando la columna avanzaba unos metros había que despejar con medios improvisados las masas de nieve amontonadas entre los autos. Cuenta la leyenda que, cuando llegó a su destino, sus hijos ya eran sus nietos.
Cuenta la leyenda que uno de los asistentes, circunspecto, extendió una de sus extremidades superiores, sobrepasó la vertical de la ventana, la mantuvo enhiesta en el aire durante un tiempo que al resto de los reunidos les resultó eterno, la guardó, se chupó el dedo y sentenció: nieva. A lo cual, ellos, atónitos, encendieron sus teléfonos celulares y avisaron a sus más cercanos: Mari, cierra las ventanas. A todo esto, en el otro extremo de la ciudad, en el otro extremo de la vida real y palpable, miles de ciudadanos asían sus volantes en un baile a cámara lenta, estresados, preocupados, al punto de que encendieron sus celulares y avisaron: Jefe, que llego tarde. Es cierto, nevaba, tal y como habían anunciado durante varios días todos los expertos, noticiarios y organismos, tal y como había predicho la nevada del día anterior y la mera sabiduría popular. A pesar de ello, los responsables de organizar todo aquello establecieron su reunión en la cumbre el mismo día del cataclismo, un día de tal calibre que obligó incluso a que los ciudadanos que pudieron obviaran coger el coche, un hito casi sin precedentes y, tristemente, sin continuidad futura. Esto es, fue un caos, solamente salvado gracias a que las temperaturas diurnas del miércoles 24 de enero de 2007 no descendieron lo suficiente como para convertir los copos en partes de un cubata. A las 7 y 15 de la tarde de ese miércoles, embutida en un fantástico atasco en la ronda norte, ella leía La autopista del sur, del incomparable Julio Cortázar: Todo ese día y los siguientes nevó casi de continuo, y cuando la columna avanzaba unos metros había que despejar con medios improvisados las masas de nieve amontonadas entre los autos. Cuenta la leyenda que, cuando llegó a su destino, sus hijos ya eran sus nietos.
1 Comments:
Nagore, deberías ir dejando las drogas
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