27 abril 2007

Marino
Este es cada vez más un mundo de ídolos, de espejos en los que mirarse, estando como estamos en la sociedad más informada desde que Getsemaní cultivaba su huerto y luego se lo pisaban. A menudo los espejos son tan grandes –o los enfocan desde tantos puntos de vista, la mayoría de las veces sin relación alguna con la actividad que desarrollan- que los ídolos nos resultan secos, antipáticos o, directamente, bordes. Le ha pasado a Fernando Alonso, a Madonna, a Indurain, a Bisbal y a miles más, que la gente que se los encuentra asegura que “pierden mucho al natural”, física y espiritualmente. Creo que la culpa no es de ellos, porque a ver quién es al natural como en foto o como en idea. A mi por eso siempre me han gustado más los ídolos de por aquí, porque como están menos vigilados se comportan como lo que son, o bien o mal. Hace unos días me encontré con uno de los que tuve en la infancia, casi en competencia directa con José Marín y José Manuel Abascal. Mi ídolo se llama Marino Mateos. Iba él con Bea y con Martín, compañera e hijo respectivamente, y nos paramos a departir, que es como hablar pero en fino. Y luego me fui yo hacia mi casa con esa rara sensación que uno tiene al recordar que hace apenas 20 años Marino salía en la prensa porque acababa de ganar el Medio Maratón de Pamplona y aquí éste apenas era un aprendiz de atleta que trataba de llegar a la meta mientras el barbas del Beste Iruña se marcaba un 1:08 o un 1:09. Y que, mira qué vueltas da la vida, ahora hablábamos de tú a tú por esas raras conexiones que dan los amigos comunes, cuando en realidad él sigue siendo un espejo y yo un mocordo. Como no se lo dije ese día, se lo digo hoy. Y ustedes, si pueden, hagan lo mismo con sus ídolos cercanos, sobre todo si son tan buena gente como Marino.