05 diciembre 2007

Chico listo

Cuando era pequeño, ocho años o así, a mi no me preocupaban las cosas que les suelen preocupar a los niños a esa edad. No le preguntaba a mi padre hasta dónde llegaba el cielo, ni por qué la tía Ana estaba hablando en la radio a la vez que estábamos almorzando con ella en la cocina –luego me enteré que era periodista y que los programas de los sábados estaban grabados, qué jeta- o si él creía que cuando yo fuera mayor todavía sería obligatorio ir a la mili. No. A mi me preocupaban los temas más mundanos, del día a día. A mi lo que me quitaba el sueño –aparte de Héctor del Mar y la morena de Los Ángeles de Charlie- era la Transitoria 4ª. Ahora ya he perdido todo el interés, pero por entonces me tenía obsesionado. “Cómete esa pella, que estás famélico”, me decía mi madre. “No puedo, madre. ¿No se da cuenta de que con esta concesión en aras del necesario consenso se nos hipoteca a los navarros de por vida? No lo cree usted así, madre”, le decía: “¡Que me llames de tú, gilipollas! Y cómete la pella, que si no aviso a Aizpún y le digo que implante la Transitoria 5ª”, me contestaba. Y entonces me comía la pella –nunca supe cuál era la 5ª, pero me imaginé lo peor: que ojeadores del Athletic pudieran entrar libremente en Tajonar- y me largaba al cole a ver qué se cocía en los corrillos. El colgao de siempre intentaba conseguir a alguien que jugara con él al fútbol o que cambiara cromos -sip, sip, nop, nop-, pero el resto estábamos ocupados dilucidando si era mejor derogarla ya o esperar a que madurara la Transición. Uno afirmaba que tal cuestión duraría décadas y que su sola mención a favor o en contra serviría como arma electoral para ganar votos. No le creímos. Siempre hay alguno que destaca sobre los demás y ve claro el futuro. Hace años que vive en Suecia.