23 noviembre 2007

El Anacoreta

Si no lo ha perdido en una de sus múltiples mudanzas, mi hermano tiene que tener en casa un póster que le regalé hace ya seis años. Es una foto gigante colocada sobre ocumen y cubierta por un fino metacrilato que se une a la madera con cuatro agarres metálicos. En la foto, que cogí para ampliar del libro Jack Lemmon nunca cenó aquí, está Fernando Fernán-Gómez saludando con las manos agarradas por encima de la cabeza, emocionado ante la impresionante y larguísima ovación que le ofrece el público durante la entrega del Premio Donostia de 1999. El gesto de las manos, con la derecha en vertical apretando a la horizontal izquierda, es un gesto que el propio Fernán-Gómez comentó después que se trataba del saludo ácrata. Y eso a mi hermano y a mi nos gusta mucho, aunque no tanto como el propio Fernán-Gómez, que huelga decir que ha sido nuestro Da Vinci del siglo XX. Quedarse con algo de él es como tener que elegir una canción de El Maestro, ya que trabajó de tal manera y tan bien que tiene casi tantos momentos eternos como clientes hay esperando en la puerta de Pastas Beatriz. Sus conversaciones con Haro Tecglen en La Buena Memoria, sus memorias en El Tiempo Amarillo, el señoritooooo de El viaje a ninguna parte, el maestro de La Lengua de las mariposas, su personaje en El abuelo. La lista es interminable. Pero, para insistir con el saludo ácrata, tal vez me quede con El Anacoreta. Interpreta a un tipo que lleva 11 años encerrado en el baño de la casa que comparte con su ya ex mujer. Recibe a los amigos para echar la partida y escribe mensajes que mete en botellas para lanzarlas por el inodoro. Un tipo peculiar, divertido, ingenioso, sensible, que se ha hartado del mundo exterior y se ha creado uno propio donde sólo entra quien a él le da la gana. Un fuera de serie.