El clima
Y al amanecer, cuando encendió la
luz –aunque sería más justo decir que al abrir la puerta del frigorífico,
puesto que a causa de un injusto empobrecimiento se tenía prohibido encender
bombilla alguna que no fuera aquella pequeña esfera, intermitente y tosiendo
luz-, lo notó. Primero un ruido sordo, como de avión riendo a lo lejos. Ya
venían crecidos los ríos, la nieve había asaltado los montes y al acostarse la
noche anterior, una noche igual a las últimas treinta, continuaba lloviendo en
esa minúscula ciudad que tanta felicidad le había otorgado en el pasado.
Entonces se dio cuenta: chapoteaba, había agua en la cocina. Y ranas. Con pelo.
Para cerciorarse de que aquello era real, se pellizcó –en concreto las pelotas
contra la puerta del congelador-. Era agua. No tenía mucho sentido, puesto que
su casa se elevaba 30 metros sobre el nivel del río, pero era agua. Cierto es
que también llovía en la cocina, aunque tampoco le extrañó, porque cosas más
raras pasan en democracia. Con extremo cuidado, para no resbalar, ya que sobre
las baldosas del suelo se podían distinguir piedras con musgo y guijarros y
hasta vegetación e incluso una chipa nadaba de espaldas haciéndose la muerta,
llegó hasta el balcón, abrió la puerta y, apartando el tendedero de mano y al
clásico surfista rubio con el pelo quemao y guarro, se asomó: el mar. Un
mar entre verde y azul, calmado, y un sol brutal calentado una cala de arena
fina y blanca en la que tomaban el sol Bárcenas y Urdangarín y Barcina y Mato y
Sarriá y Goñi y Sanz y Sepúlveda y Ayesa y Del Burgo y en la que con rápidos
movimientos de sus pinzas se escondía el Señor Cangrejo y sonaba
deliciosa por los altavoces del chiringuito el Get up Stand Up de Bob
Marley. Como un rayo cogió chancletas, toalla, bajó a la calle y comenzó a
llover.
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