
Se conoce que, como han encendido las luces de Navidad, para que no se salte el automático han apagado la calefacción. Porque estuve el otro día en el fútbol y pasé frío, aunque objetivamente no hiciera frío porque estábamos a 10 grados. Por eso no tenía frío un danés que teníamos justo encima –en la grada, no en las rodillas- y que era algo así como dos de alto por tres de ancho y uno de fondo, que viene a ser la distancia entre el talón y la punta del ombligo. Yo hubo un momento que temí por nuestra integridad porque ése hacía décadas que no se veía los pies y digo a ver si se resbala y nos cae el serac encima, pero no, no cayó. Pues el buen hombre iba en camiseta y de ahí que esto del frío sea subjetivo, porque si vienes de Jutlandia a bajo cero pues 10 grados te parece calor. Pero yo pasé frío. Y miedo. Como ahora, que desde hace dos días no veo a Rebeca. Rebeca es una mosca que nos entró en la oficina en abril y hasta el martes andaba de teclado en teclado más feliz que una perdiz y le hemos cogido el cariño que se coge a las cosas que no están donde la teoría dice que deberían de estar o que no están en el momento que les corresponde pero que aguantan contra viento y marea y calendario, como Rebeca, que además te miraba con esos ojitos y te deshacías. Venía a ser como Fraga, que tan raro es moscas en noviembre como Fraga haciendo declaraciones en el 2006, algo anacrónico pero simpático, sin querer comparar –con mis respetos tanto a Fraga como, sobre todo, a Rebeca-. Por eso los del trabajo agradeceremos cualquier información que nos pudieran dar sobre Rebeca, que la última vez que la vimos llevaba una ídem roja sobre los hombros y que tiene un andar algo cojo porque una tarde le atrapamos sin querer una pata con la fotocopiadora.
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