13 octubre 2007

Al

Me acaba de llamar mi padre. Mi padre no me llama mucho, porque nos comunicamos por ondas telepáticas. Nos ahorramos una pasta. Con mi madre también me comunico así, pero aún con todo gastamos un dineral en teléfono, vete a saber el motivo. Pero esta vez ha llamado él, así que he supuesto que se trataba de algo realmente importante. Lo era. Me ha dicho: Jorge, siéntate si estás de pie. Ponte de pie si estás sentado. Papá -le he dicho-, abrevia. Bien, quería ser yo el que te lo dijera. Ahí va: tú primo Al acaba de ganar el Nobel de la Paz. Así que tendrás que comprar tú los langostinos para la cena de Nochebuena. Y ha colgado. Es que me aposté con Al a que no ganaba el Nobel ni de coña y él aseguró que sí, que iba a ser como el primo Ta, que tiene el de Literatura. Yo fui campeón navarro alevín de marcha –atlética-. Somos, como ven, una familia de éxito, pero no nos damos mucha importancia, para qué, porque al final sigue mandando la abuela, por mucho Nobel que se siente a la mesa. Entonces he hecho de tripas corazón –me alegro por él, pero lo de los langostinos es duro- y le he llamado para felicitarle. “Espero que esta vez no sea como cuando te llamé para felicitarte por lo de Florida y voy y compro los langostinos y luego tuve que tirarlos”, le he comentado. “No, esta vez es en serio. Pero mejor compra gambas. Hala, nos vemos”, ha contestado. Es una persona normal Al, no es de los más raros que tenemos en la familia. Mi primo Javi, sin ir más lejos, una vez se presentó en chándal en una boda. A las 7 de la mañana seguía bailando con su Adidas, tan dicharachero. Al, en cambio, es más sosangueras, pero seguro que se lía una gorda en Nochebuena, porque la abuela dice que no se merece el Nobel. No nos gusta mirarnos el ombligo. Preferimos mirar el de los demás.