Rendijas
Y mientras todo eso sucedía, a
pocos metros de uno de los bares en los que en los 80 se reunía la nata y flora
de la política y la economía navarras y que muchos ahí siguen –y el bar-, me
encontré con un amigo, que es pintor, de brocha gorda, y que se parece a Keith
Moon. Es batería de rock. Keith
Moon, también. Nos paramos y una habitación y una pared. Eso es todo lo
que ha pintado en noviembre y lo que llevamos de diciembre. Tiene dos hijos.
Una habitación y una pared. El día anterior, mientras todo eso sucedía, Fignon
me contó que hace como un par de meses que él y los dos amigos con los que
hacen pequeñas obras para ir tirando y viviendo en su lugar de origen sin tener
que venir a vivir a Pamplona, hace como un par de meses, digo, que no han movido
una piedra. Estaba cargando leña para pasar el invierno, como Marisa y
Fiorenzo, que en las dos horas que estuvimos de charla vieron cómo no entraba
nadie más al bar, aunque están hechos. Unos kilómetros al oeste, donde Felipe y
Letizia aparcan el helicóptero, habría tortas. Arriba, en el Ibarraetxea, en
Garaioa, la increíble Maite servía platos rebosantes a precios éticos. Ha
dejado un trabajo seguro en Pamplona y se ha montado un bar, tan precioso y
auténtico como el sitio. Mientras todo eso sucedía y kilómetros al sur se
desarrollaban batallas surrealistas pero que realmente no nos afectan, Maite
contaba entre mil risas a ver si habíamos visto unas cabras enanas que como
defensa personal se desmayan cuando las asustas. No, Maitetxu, aquí por desgracia
ya no nos asustamos con nada y nos despistamos con el humo, pero nos encantará
conocerlas cuando vayamos otra vez a verte. Si aún dejáis ir a los de Pamplona,
que entendería que no, porque la muralla que os hemos construido, esa sí que es
alta, sí. Y llena de rendijas.
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