28 noviembre 2012

Gominolas


Ahí estaba la tienda de las gominolas. Vale, también estaba la tienda de Felipe, al llegar a la iglesia donde fue el funeral del abuelo. Hubo mucha gente, y ese día no pude ir a la tienda de Felipe. Sobre todo porque Felipe también estaba en el funeral. Pero en esa otra tienda había gominolas y bajaba las escaleras de siete en siete desde el séptimo piso con las monedas que me hubiera dado el abuelo para comprar el pan y él se hacía el tonto. Ahora hay ahí una tienda de calefacciones y ahí se juntaron unas 200 personas el lunes por la mañana en Burlada, justo debajo del balcón donde mi abuela sigue dejando migas de pan a las palomas, regando las plantas si se acuerda y exclamando cada dos por tres ¡es una barbaridad la de coches que pasan! Como el lunes la concentración para evitar que echaran de su casa a una vecina de la casa de al lado era muy pronto para ella, no le avisé de que se asomara, porque además a ver cómo le explico yo que no, que no son los de la Escuela Taller, que aquellos ya acabaron su trabajo hace tiempo en el parque, que son gente capaz de dejar sus trabajos, obligaciones y hobbys y algunos hasta mucho dinero en un sobre para no solo acompañar y ayudar sino también para plantarse ante algo, cortar una calle lluviosa una mañana de lunes y dar algo de esperanza, a todos, o casi. La tienda de gominolas ya no está, ni el Amatxi, justo al otro lado de la manzana, con aquella máquina de marcianos en la que tu nave era protegida por unas cinco casas como de adobe de los disparos de las hileras de los malos, que avanzaban por arriba como autómatas, cada vez más rápido. Eso ya no está, ahora solo hay personas que se ponen delante y protegen tu casa. Eso sí que le explicaré a la abuela antes de bajar las escaleras de siete en siete. Y sonreirá.