29 marzo 2013

Abuelos


Me encontré con un tío que lleva meses en el paro. No cobra prestación. Pese a que trabajó varios años. Era y es brillante y trabajador. No le indemnizaron al despedirlo. Aunque oficialmente no le despidieron. La perversión del sistema avisó de que se terminaba la relación que mantenía con la empresa en la que con un sueldo del tercer mundo le exigían un rendimiento del primero, una capacitación y dedicación de fijo y alegría y disposición. Se acabó, lágrimas de cocodrilo por parte de quienes permiten en sus empresas ese sistema –no se libra ni una. Ni una- y que pasen otros. Tiene 24 años y me contó que seguramente se vaya fuera. También –sonriendo- que hasta le duele ver el Telediario. Los días que no sé de qué escribir, los días en que sabiendo que esto es un lujo y que tengo tanta suerte –siempre la he tenido, con todo, o con casi todo- aún y así preferiría no escribir, me obligo a acordarme de gente así, que al mismo tiempo ha contemplado como hemos contemplado todos a supuestos compañeros de a 3.000, 4.000 y 5.000 rascándose los huevos mientras pontifican sobre la juventud, como si la juventud fuese un ente y no cada caso concreto, como si esa vaina de “no dejéis que os venza el desánimo y el futuro será mejor” no fuese sino una frase hueca y que duele en el instante presente, que es el único en el que se vive, puesto que el futuro no existe, tengas 15 años, 24, 40 o 80. Como ente, la juventud tendrá muchos defectos, pero posiblemente los mismos que todas las generaciones anteriores, con la diferencia de que a la actual son sus mayores los que les roban la pasta que generan en la puta cara, inyectándoles miedo a mansalva, desigualdad y unas condiciones que ni hace 30 años. Los quieren convertir en los viejos que ellos ya son y que siempre fueron. Y les gusta.