Lo viejo
Tengo miedo, mucho miedo. Entro en la biblioteca general de la plaza de San Francisco a leer la prensa sin tener que pagar (consumo demasiada prensa, pero me estoy quitando, leré, me estoy quitando, lará) y unos cuantos pares de ojos vidriosos me miran fijamente y siento cómo castañetean sus dentaduras postizas mientras se dan de codazos entre sí y parecen decir: “Ése zagal que se cree que se va a leer algo antes de las dos. ¡Y una leche! Toma el ABC, Justo. Pásame El Mundo, Matías”. Los abuelos me hacen el vacío. Tienen montado tal sistema de rotación de los periódicos que es imposible acceder a ellos sin cometer asesinato. Los leen además con una parsimonia que en cualquier momento parece que se vayan a quedar tiesos con el dedo puesto en la página de las esquelas. “Que hoy no se ha muerto, jefe, hoy no. ¿No me haría el favor de dejarme El País un momento?”, le digo a uno, que parece el baranda. Ni me contesta. Desisto. Voy a por el pan. Hay un tsunami de mujeres en la panadería. No me pregunten cómo, porque el talento es inexplicable, pero el caso es que todas las que entran detrás mía consiguen pedir su rosco de San Blas mucho antes que yo mi media barra. “Dele al menos un cacho a Sabina, señora, que, más que cantar, grazna”. Ni me miran. Desisto, ya comeré Bimbo, si queda. Me encuentro con una amiga periodista. Me cuenta que el ayuntamiento va a cambiar las papeleras porque están ya muy viejas. Pienso para mí que en esta ciudad es precisamente lo viejo lo que está más en forma. Pienso también que el ayuntamiento se va a gastar 42.000 euros en ARCO. Me meto en casa acojonao, pensando en qué modelo de papelera nos van a endilgar éstos. Sólo espero que el mismo que vaya a ARCO no sea el que vaya a elegir papeleras. Tengo miedo, mucho miedo.
Tengo miedo, mucho miedo. Entro en la biblioteca general de la plaza de San Francisco a leer la prensa sin tener que pagar (consumo demasiada prensa, pero me estoy quitando, leré, me estoy quitando, lará) y unos cuantos pares de ojos vidriosos me miran fijamente y siento cómo castañetean sus dentaduras postizas mientras se dan de codazos entre sí y parecen decir: “Ése zagal que se cree que se va a leer algo antes de las dos. ¡Y una leche! Toma el ABC, Justo. Pásame El Mundo, Matías”. Los abuelos me hacen el vacío. Tienen montado tal sistema de rotación de los periódicos que es imposible acceder a ellos sin cometer asesinato. Los leen además con una parsimonia que en cualquier momento parece que se vayan a quedar tiesos con el dedo puesto en la página de las esquelas. “Que hoy no se ha muerto, jefe, hoy no. ¿No me haría el favor de dejarme El País un momento?”, le digo a uno, que parece el baranda. Ni me contesta. Desisto. Voy a por el pan. Hay un tsunami de mujeres en la panadería. No me pregunten cómo, porque el talento es inexplicable, pero el caso es que todas las que entran detrás mía consiguen pedir su rosco de San Blas mucho antes que yo mi media barra. “Dele al menos un cacho a Sabina, señora, que, más que cantar, grazna”. Ni me miran. Desisto, ya comeré Bimbo, si queda. Me encuentro con una amiga periodista. Me cuenta que el ayuntamiento va a cambiar las papeleras porque están ya muy viejas. Pienso para mí que en esta ciudad es precisamente lo viejo lo que está más en forma. Pienso también que el ayuntamiento se va a gastar 42.000 euros en ARCO. Me meto en casa acojonao, pensando en qué modelo de papelera nos van a endilgar éstos. Sólo espero que el mismo que vaya a ARCO no sea el que vaya a elegir papeleras. Tengo miedo, mucho miedo.
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