Dientes

El miércoles tengo cita con mi dentista. Preferiría tener cita con Al Capone. No es que mi dentista sea antipática, muy al contrario es estupenda, ni tampoco que me pase las facturas apuntándome en las sienes con una pistola, qué va –de hecho me da todas las facilidades posibles-, pero la realidad es que no tengo otra opción que invertir en mi boca todo lo que consiga ahorrar de aquí al verano. Llevo cuidándome la boca desde que tengo uso de razón y lo único que ocurre es que, como me dice ella cada año, he tenido “mala suerte”. Mala suerte se refiere a unas raíces como chopos y un esmalte poco resistente. Si la miras desde fuera, mi boca está perfecta, pero los problemas están por dentro, como una especie de maldición sorda que te va taladrando los dientes y el bolsillo. Toda esta inversión en mi salud no va a contar con un solo euro de ayuda por parte de institución alguna, ya que, al parecer, la boca no es del cuerpo y estas instituciones están más ocupadas subvencionando coches, calderas, estufas, reformas, congresos, circuitos de velocidad, encuestas, fundaciones y una ristra interminable de asuntos ante los que mi boca –como la de otros miles y miles, porque la boca se nos jode a todos- no tiene nada que hacer. Esta situación, como otras tantas, está admitida por la sociedad como si fuese una especie de muro infranqueable al que nadie ha osado meter mano jamás, a lo sumo en la infancia. El tema es que yo ya pasé la infancia –desde un punto de vista numérico- y la boca nos duele igual a los adultos que a los niños, según tengo entendido. Así que no pienso votar a nadie las próximas elecciones a no ser que no incluya en su programa electoral la gratuidad universal de la atención dental. Sé que esto es materialista, pero es que estoy hasta las encías.