09 mayo 2013

El filo


Lo primero que dijo la abuela al verla fue ¡qué barbaridad! y se metió en casa a ver si la humedad del invierno había tirado algún cielorraso y a ver si nos había entrado el río y a ver si alguno le habíamos cogido la llave de su armario y comido algo del chocolate que nos guarda para cuando nos portamos bien. Luego Álvaro la pintó, de rojo y más, y cuando el sol de la tarde salva la mole de 300 metros que sobre nosotros supone el Iturreta –lugar de la fuente- y la calienta, es un sitio perfecto para que se sequen las toallas y los cuerpos, aunque no te puedas tumbar, porque es muy imperfecta, como casi todo lo que merece la pena. Está a unos 30 metros de la casa, a la que si mi padre no las cortara cada año le entrarían por las ventanas las ramas de los árboles que llegan desde las empinadas laderas del Iturreta, como le pega en los cimientos lo que el monte suelta desde arriba. Todas las mañanas el que va a la fuente a coger el agua que bebemos y que luego va directa al río, pasa por ella, roja y más colores, llena de puntos de agua por la intensa escarcha del amanecer. Es un espectáculo ver desde la ventana cómo el río se llena de burbujas cuando las gotas de las tormentas hacen ondas en la superficie y hay tantas que no se dejan espacio unas a otras. Pero también nos dan un poco de miedo, porque a veces se va la luz o piensas que ese árbol que lleva ahí detrás tantos años si le pasa algo y cae a plomo lo parte todo en dos. O que quién te va a decir a ti que por encima de tu cabeza no va a caer como aquella primavera una piedra de mucho más de una tonelada que ahora está pintada de rojo y más y que seca toallas. Dijo Dylan que la belleza camina sobre el filo de una navaja. Sara Francés tuvo la increíble mala suerte de decir adiós tras encontrarla. Qué barbaridad.