El filo
Lo primero que dijo la abuela al
verla fue ¡qué barbaridad! y se metió en casa a ver si la humedad del
invierno había tirado algún cielorraso y a ver si nos había entrado el río y a
ver si alguno le habíamos cogido la llave de su armario y comido algo del
chocolate que nos guarda para cuando nos portamos bien. Luego Álvaro la pintó,
de rojo y más, y cuando el sol de la tarde salva la mole de 300 metros que
sobre nosotros supone el Iturreta –lugar de la fuente- y la calienta, es
un sitio perfecto para que se sequen las toallas y los cuerpos, aunque no te
puedas tumbar, porque es muy imperfecta, como casi todo lo que merece la pena.
Está a unos 30 metros de la casa, a la que si mi padre no las cortara cada año
le entrarían por las ventanas las ramas de los árboles que llegan desde las
empinadas laderas del Iturreta, como le pega en los cimientos lo que el monte
suelta desde arriba. Todas las mañanas el que va a la fuente a coger el agua
que bebemos y que luego va directa al río, pasa por ella, roja y más colores,
llena de puntos de agua por la intensa escarcha del amanecer. Es un espectáculo
ver desde la ventana cómo el río se llena de burbujas cuando las gotas de las
tormentas hacen ondas en la superficie y hay tantas que no se dejan espacio
unas a otras. Pero también nos dan un poco de miedo, porque a veces se va la
luz o piensas que ese árbol que lleva ahí detrás tantos años si le pasa algo y
cae a plomo lo parte todo en dos. O que quién te va a decir a ti que por encima
de tu cabeza no va a caer como aquella primavera una piedra de mucho más de una
tonelada que ahora está pintada de rojo y más y que seca toallas. Dijo Dylan
que la belleza camina sobre el filo de una navaja. Sara Francés tuvo la
increíble mala suerte de decir adiós tras encontrarla. Qué barbaridad.
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