Menester
Se están poniendo aún más de moda los programas de telerrealidad, en los que, una serie de personas, humanas por supuesto, realizan diversas actividades con una cámara todo el día detrás del cogote, ojo avizor por si al interfecto se le escapa alguna declaración pasmosa o en mitad de la noche se levanta y se zampa todas las galletas que el grupo tenía para una semana entera. Dentro de estos programas, hay dos clases bien diferenciadas. Aquellos en los que los protagonistas son desconocidos y otros en los que los llamados a ocupar nuestra pantalla son, a su manera, famosos, famosillos o, simplemente, cuñaos de una amante que una vez tuvo el lío cubano de Marujita. Estos famosos, normalmente, no están ociosos como, por ejemplo, la basura de Gran Hermano, y lo mismo nos cantan, que nos bailan, que nos hacen una crema de calabacines con espárragos trigueros a las finas hierbas del Riff. O se van a una isla y aprenden a hacer fuego y matan peces con un palo y moscas con el rabo. Estos famosos acuden a la llamada de las productoras porque están en horas bajas o necesitan liquidez o vaya usted. La gente, normalmente, los aprecia y su sola presencia da un toque de seriedad al programa del que parecen carecer aquellos programas similares en los que el concursante es un jula de Tomelloso o la propia Vanessa La Tigresa, porque, como bien dicen en las tertulias, sólo van al programa a hacerse famosos, algo vergonzoso, y a vender su intimidad y a que su madre se vea obligada a salir en pantalla aclarando que su niña no se endroga y que no, que no se acostó con Bertín, aquel día al menos. A mí esos programas me repugnan. Los de los famosos. Los otros me parecen democracia. Les permiten ser famosos de medio mes sin tener que acostarse con Marujita, que ya es menester.
Se están poniendo aún más de moda los programas de telerrealidad, en los que, una serie de personas, humanas por supuesto, realizan diversas actividades con una cámara todo el día detrás del cogote, ojo avizor por si al interfecto se le escapa alguna declaración pasmosa o en mitad de la noche se levanta y se zampa todas las galletas que el grupo tenía para una semana entera. Dentro de estos programas, hay dos clases bien diferenciadas. Aquellos en los que los protagonistas son desconocidos y otros en los que los llamados a ocupar nuestra pantalla son, a su manera, famosos, famosillos o, simplemente, cuñaos de una amante que una vez tuvo el lío cubano de Marujita. Estos famosos, normalmente, no están ociosos como, por ejemplo, la basura de Gran Hermano, y lo mismo nos cantan, que nos bailan, que nos hacen una crema de calabacines con espárragos trigueros a las finas hierbas del Riff. O se van a una isla y aprenden a hacer fuego y matan peces con un palo y moscas con el rabo. Estos famosos acuden a la llamada de las productoras porque están en horas bajas o necesitan liquidez o vaya usted. La gente, normalmente, los aprecia y su sola presencia da un toque de seriedad al programa del que parecen carecer aquellos programas similares en los que el concursante es un jula de Tomelloso o la propia Vanessa La Tigresa, porque, como bien dicen en las tertulias, sólo van al programa a hacerse famosos, algo vergonzoso, y a vender su intimidad y a que su madre se vea obligada a salir en pantalla aclarando que su niña no se endroga y que no, que no se acostó con Bertín, aquel día al menos. A mí esos programas me repugnan. Los de los famosos. Los otros me parecen democracia. Les permiten ser famosos de medio mes sin tener que acostarse con Marujita, que ya es menester.
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