16 noviembre 2006

Pies fríos

Estuve hace poco en un funeral. Si en mi mano hubiese estado no habría sido sólo uno el que salió de allá con los pies fríos. Es que no alcanzo a comprender qué extraño resorte hace que la gente esté en eventos de este tipo, desagradables a más no poder, y no pare de darle al pico en todo lo que dura el mal trago, la mayoría de las veces entre susurros, que es incluso más desquiciante que el tono normal –“mira, ésa es la mujer, estará destrozada. Mira, ése es el hijo, que sale con...”. ¡Hala a hacer órdigas! Claro, que hablo de una muerte retroactiva, que sea el propio cura el que saque la pistola, apunte y zaska, una cotorra menos –lo siento, pero suelen ser más cotorras que cotorros-. Y nada, que se quede la mujer allá tiesa hasta que aquello acabe y luego se levante tan pancha y se vaya al Florida o donde le pete a ponerse ciega de mediasnoches o lo que le guste y a seguir repasando todo el listín telefónico de la ciudad o del valle, que ese sí que es el deporte nacional, repasar el listín. Porque más de una vez pasa que las iglesias o sitios o lo que sea son pequeños y mucha gente se queda fuera, gente que perfectamente puede conocer y apreciar mucho al triste protagonista, y tiene que soportar unas conversaciones de barra de bar o de mesa de cafetería que dan ganas de reinstaurar la pena capital ahí mismo, ante el alborozo, por otra parte, de la gran mayoría silenciosa y por supuesto educada. No sé, supongo que nos ha pasado a todos muchas veces, que no entendemos la incapacidad de algunos para estar apenas una hora sin tener que abrir tu puñetera boca llena de dientes para además decir obviedades. A mí lo que es cuando vea por vez primera a un cura expulsar a alguno me harán feliz durante unos instantes. Y si le pega el tiro retroactivo ni les cuento.