De las grandes
Tener un amigo himalayista es algo, cuando menos, curioso. Ser familiar de uno supongo que también, con el lógico temor que tiene el amigo pero en muchísima mayor medida, porque a los himalayistas les puede aguardar el peor destino en varios momentos de cada expedición que afrontan. Normalmente, los familiares y amigos los queremos tal y como son y en verdad son pájaros. Los pájaros, salvo los que están enjaulados –y hay muchos-, rara vez repiten la misma rama, porque les gustan todas. Tienen un brillo en los ojos que se ve en pocas personas, mientras te explican qué ruta quieren seguir o te cuentan sus historias. También son adictos, no al riesgo, sino a las sensaciones. A las de cima y a las de superación, a las de soledad y compañía. Les gusta irse para volver y volver para irse y, durante el camino, o se hacen gigantes o se vuelven aún más pequeños si ya lo eran, pero todo lo hacen con la ilusión de un niño que no ha perdido la capacidad de asombrarse y compartirlo. Tengo un amigo himalayista. Como con todos los amigos, es una gran suerte haberle conocido, no por sus éxitos, que son muchos, sino por su optimismo permanente y su ilusión continua y contagiosa. Una noche de hace tres años me llamó al móvil: “¿Dónde estás?”, le pregunté. “En la cima del K2”, me contestó. Llamadas como ésa hacen que la vida merezca la pena. Nada les puedo decir a la mujer y a las hijas de Ricardo Valencia, que, por lo que me cuenta mi amigo, era un gran tipo. Le creo. Sólo que estoy seguro que Ricardo se comió la vida a mordiscos y que, aunque eso no anime –porque nada anima-, fue un pájaro, un gigante que les dio momentos maravillosos al alcance de muy pocos. Y por eso ellas tienen un enorme mérito, por permitirle volar libre. También son himalayistas. De las grandes.
Tener un amigo himalayista es algo, cuando menos, curioso. Ser familiar de uno supongo que también, con el lógico temor que tiene el amigo pero en muchísima mayor medida, porque a los himalayistas les puede aguardar el peor destino en varios momentos de cada expedición que afrontan. Normalmente, los familiares y amigos los queremos tal y como son y en verdad son pájaros. Los pájaros, salvo los que están enjaulados –y hay muchos-, rara vez repiten la misma rama, porque les gustan todas. Tienen un brillo en los ojos que se ve en pocas personas, mientras te explican qué ruta quieren seguir o te cuentan sus historias. También son adictos, no al riesgo, sino a las sensaciones. A las de cima y a las de superación, a las de soledad y compañía. Les gusta irse para volver y volver para irse y, durante el camino, o se hacen gigantes o se vuelven aún más pequeños si ya lo eran, pero todo lo hacen con la ilusión de un niño que no ha perdido la capacidad de asombrarse y compartirlo. Tengo un amigo himalayista. Como con todos los amigos, es una gran suerte haberle conocido, no por sus éxitos, que son muchos, sino por su optimismo permanente y su ilusión continua y contagiosa. Una noche de hace tres años me llamó al móvil: “¿Dónde estás?”, le pregunté. “En la cima del K2”, me contestó. Llamadas como ésa hacen que la vida merezca la pena. Nada les puedo decir a la mujer y a las hijas de Ricardo Valencia, que, por lo que me cuenta mi amigo, era un gran tipo. Le creo. Sólo que estoy seguro que Ricardo se comió la vida a mordiscos y que, aunque eso no anime –porque nada anima-, fue un pájaro, un gigante que les dio momentos maravillosos al alcance de muy pocos. Y por eso ellas tienen un enorme mérito, por permitirle volar libre. También son himalayistas. De las grandes.
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