22 febrero 2013

En el aire


Me pegué lo más que pude a la pared. Estaba oscuro, no se veía. Creo recordar que iba descalzo. ¿15 años teníamos, 16? Lo estábamos pasando muy bien. Quizá nos habíamos tomado alguna cerveza. Sin el quizá. Caminaba despacio, en tensión, con la emoción del juego y la respiración acelerada por la adrenalina. No quería que me descubriesen. La pared tenía alféizares falsos que rodeaban la casa entera, como a medio metro de altura. Por ahí iba dando yo la vuelta. Me parece que jugábamos al escondite. Giré una pared para buscar otra. Entonces, en mitad de la noche, caminé en el aire. Fue rápido, pero duró. Serían dos o tres metros de caída, de cabeza, contra la puerta entreabierta del garaje. No había visto ningún garaje antes. Mis amigos se rieron al principio. Luego me cuidaron, y me taparon con más mantas en la habitación, porque yo tenía frío. Era final de junio. Hacía mucho calor. En el hombro derecho tengo una buena marca de aquel día, que se nota más cuanto más me da el sol. El miércoles, tantos años después, también a oscuras, también en mitad de la noche, volví a tener la sensación de caminar en el aire, la sensación del juego, de la caída que es rápida pero permanece y cuando pasan los años te acuerdas y aprendes, aunque no sepas qué. Fue viendo Emak Bakia, de Oskar Alegría. No pienso analizar la película, porque siempre he pensado que si analizo una experiencia entonces le quito la magia que tiene. Y aún más si trato de explicarla. Solo puedo decir que me pareció maravillosa, un juego genial y sorprendente que me hacía contener la respiración para saber qué se iba a sacar de la manga a cada instante. Me emocioné varias veces, admirando su libertad y valentía. Aquella casa de los alféizares era de los padres de Oskar Alegría. Jamás nos niegues tu magia, Oskar.