
Recordarán la polémica que se formó hace ya unos años cuando TVE emitió las imágenes del atentado en el que resultaron heridas y mutiladas Irene Villa y su madre. Afirmaban los que estaban en contra que no eran muy agradables de ver mientras uno estaba trasegando la escarola o la pechuga. Otros, en cambio, dando la razón a estos primeros, añadían que tal vez sólo con imágenes así se podría trasladar a la sociedad el verdadero alcance de un horror que, hasta entonces, se nos había mostrado en el 99% de las ocasiones tal y como mostraron los estadounidenses el 11-S, algo así como “el abuelito ha subido al cielo”, lo que impedía, por falta de visión real, que la gente reaccionara y se diera cuenta de lo que realmente pasaba, aún a costa de la escarola. Al menos yo, di por bien perdida la escarola. No me pasa lo mismo con la escultura que en homenaje a las víctimas del terrorismo se va a instalar en la Plaza de la Paz –o del Txistu o del coño, de ¿qué coño es esto?- y que ha realizado Juan José Aquerreta, al que vaya por delante mi máximo respeto. No comprendo por qué ahora, cuando todos sabemos lo qué ha pasado y conocemos el horror perfectamente –no como las víctimas, pero sí todo lo perfectamente que se puede cuando no se es víctima directa-, nos tenemos que desayunar con un señor que se cae porque le han pegado un tiro. Creo que no hace falta ser tan explícito, ni hacer competiciones –que parece que así lo sea- sobre quién es más contundente y quién grita más alto y más zafio que esto no se puede volver a repetir, cuando hay formas menos desagradables e igualmente efectivas de hacerlo. Y, además, que ahí no veo coches bomba, ni ondas expansivas, ni secuestros, ni, eso ni por asomo, una bañera donde ahogar al primero o al segundo que pasa por delante.