
Si ahora pasara por encima de nuestras cabezas un aparato gigantesco, plateado o negro, casi plano, con lucecitas de canción de los Bee Gees y de una escotilla saliese un maromo con taparrabos, la cara pintada y la nariz atravesada por un hueso de pollo para sacarnos unas fotos aéreas, lo más normal es que le lanzáramos los ipods, los paraguas y la red de dos kilos de naranjas, a la vez que nos iríamos fingando a casa o a la barra del bar o hasta a la iglesia. No creeríamos, ni por asomo, que precisamente nos han hecho la foto unos representantes buenos de esa raza rara para protegernos del resto de miembros de esa raza rara, para avisarse entre ellos de que a esos de ahí abajo ni tocarlos, que son pocos y débiles. Todo lo contrario, nos creeríamos que nos quieren meter la discografía entera de Barry White por el culo y luego al propio Barry White para poder hacer con nosotros pasta para pizza. Estaríamos acojonados, pero no podríamos saber que la foto es en beneficio nuestro porque el Internet que tenemos nosotros no es el mismo que el que tienen ellos, ni leemos sus mismos periódicos ni vemos sus mismos canales. Miles de años de progreso o estancamiento, de creencias acerca de nuestra sola presencia en el planeta, se estarían tambaleando y todas las mañanas, al salir a nuestra caza diaria en la oficina o en la fábrica para poder traer a nuestros cachorros unos trozos de carne o unos nuevos trapos para taparnos, miraríamos al cielo aterrados y sólo cuando confirmáramos que allá arriba vuelan las aves habituales tipo 727 o helicóptero podríamos ganar la confianza necesaria para adentrarnos en la jungla de asfalto y seguir con nuestra hasta entonces placentera vida, bruta, prehistórica, salvaje, pero, al fin y al cabo, nuestra. Menos mal que esas cosas no pasan.